En el verano de
2005, Karen Aiach y su marido recibieron muy malas noticias de Ornella, su bebé
de cuatro meses: presentaba un extraño
desorden conocido con el nombre de síndrome de Sanfilippo. El pronóstico
era que, desde los tres años, la niña perdería la mayor parte de sus
habilidades cognitivas. Probablemente, desarrollaría un desorden severo del
sueño y se volvería hiperactiva y agresiva. Lo más seguro es que no llegara a
la adolescencia, no sobreviviría.
El problema era
que Ornella carecía de una copia de un
gen específico de trabajo. La tarea de este gen es la de decirle al cuerpo cómo
hacer una proteína particular que participe en la limpieza de detritos
celulares. Sin esa proteína, las células de su cuerpo son incapaces de romper una molécula de azúcar complejo, el
sulfato heparán. Es la acumulación de
esa molécula en las células del cerebro la que está detrás de los síntomas del
síndrome de Sanfilippo. Si sus células pudieran producir esta proteína, la
situación, en un principio, podría revertirse. Sabiendo esto, la señora Aiach
se embarcó durante diez años en una investigación destinada a encontrar la
forma de corregir el error del genoma de su hija.
En casi todas
las células del cuerpo de Ornella, al igual que en todos los cuerpos humanos,
existen dos copias del genoma humano, una de su madre y otra de su padre. En
ambos genomas aparecen alrededor de 20.000 genes, y cada uno de ellos contiene
la receta para una proteína específica en la forma de una secuencia de “letras”
químicas. Hasta la fecha, la medicina ha
encontrado alrededor de 6000 enfermedades que pueden atribuirse a un problema
con uno u otro de esos genes, un trastorno en el que una secuencia de ADN
faltante o inteligible deja al cuerpo incapaz de generar una determinada
proteína o provoca que se produzca de una forma anormal. Algunos de estos
desórdenes de genes únicos son muy conocidos: la enfermedad de Tay-Sach, la
anemia de células falciformes o la hemofilia. Otras, como el síndrome de
Sanfilippo, son un tipo de enfermedades que sólo llegas a conocer cuando tu
hijo se convierte en uno de los 70.000 afectados.
El primer intento clínico de “terapia
genética” comenzó en los años 90 con el uso de virus destinados a añadir genes
en las células que carecían de ellos. Pero no fue una tarea fácil. No se
podía garantizar que los nuevos genes ocuparan su puesto dentro del genoma, lo
que significaba que en la práctica no se producían las proteínas y que existía
el riesgo de que, por alterar otros genes, podrían causar cáncer. De hecho,
aparecieron cánceres en los primeros ensayos. También hubo un caso en el que un
paciente murió de una letal reacción inmune a los virus introducidos para
transportar el gen.
Motivada por el
deseo de hacer algo por los niños como Ornella, los genetistas se pusieron
manos a la obra. En los siguientes 5 años se dieron con la pieza más importante del kit, un sistema conocido como
CRISPR-Cas9.
Algunos años
antes, los biólogos descubrieron una
característica inusual en los genomas de algunas bacterias que llamaron CRISPR
(clustered, regularly interspaced short palindromic repeats). Las bacterias los usaban para hacer
pequeños pedazos de ARN, una molécula que puede almacenar secuencias de letras
como las que componen los genes en el ADN. Un ARN CRISPR se unirá a un
trozo de ADN que presente una secuencia complementaria. Una proteína llamada
Cas9, que es una especie de tijera molecular, reconoce la estructura cuando una
RNA CRISPR se una a una pieza de ADN y responde cortando a través del ADN
precisamente en ese punto.
Los científicos pueden hacer las secuencias que quieran de ARN. Y debido a la forma en que las células reparan el ADN roto, si ellos ponen un nuevo gen dentro de la célula junto al sistema CRISPR-Cas9, pueden conseguir que el nuevo gen reemplace al viejo.
Desde el
principio del 2015, la técnica CRISPR ha
sido aplicada en docenas de especies, incluido el pez cebra, moscas de la
fruta, conejos, cerdos, ratas, ratones y macacos, los primeros primates que han
sido tratados genéticamente con este método. Ha sido utilizado para tratar
versiones de distrofia muscular en ratones y una extraña enfermedad del hígado.
Se han encontrado formas para hacer la técnica más fiable, versátil y menos
propensa a hacer cortes donde no se deben hacer y otras mejoras están en
camino.
Una de las características más atractivas
del CRISPR es que puede usarse para introducir o eliminar un gran número de
distintos genes a la vez. La mayoría de los desórdenes no están causados por el
mal funcionamiento de un único gen, por lo que ser capaces de manipular
distintos genes en una misma línea celular, ya sea de planta o de animal, abre
nuevas vías para el estudio de condiciones como la diabetes, enfermedades del
corazón o el autismo, donde un gran número de genes están involucrados.
La técnica
CRISPR también permite a los investigadores sacarle más provecho a otros
avances, sobre todo a la habilidad de crear células madre que puedan
convertirse en células de cualquier tejido. George Church de Harvard está
usando CRISPR para editar los genomas de las células madre antes de que éstas
se transformen en células nerviosas con el fin de encontrar mecanismos para
solucionar una amplia gama de desórdenes neurológicos.
Una aplicación
particularmente impresionante, y potencialmente preocupante, es la creación de
genes capaces de propagarse rápidamente a través de una población con gran
indiferencia para las limitaciones de la selección natural. La ingeniería del sistema CRISPR-Cas9
dentro de un genoma hace que un organismo sea capaz de editar sus propios
genes, y existe la posibilidad de que esta habilidad sea utilizada para
“conducir” un gen a través de una población. Según los autores, esta
tecnología podría utilizarse para hacer que los mosquitos que portan malaria o
fiebre del dengue fuesen incapaces de difundir los organismos causantes de la
enfermedad.
La capacidad de
edición genética que genera la técnica CRISPR ha traído más de una polémica en
torno al debate moral, sobre todo acerca de la fertilización in-vitro y su
posible edición.
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